sábado, 9 de julio de 2011

        Se ha vuelto bastante corriente, y los que me conocen pueden dar fe de que hablo con verdad, que  personas que gozan de alguna información, menosprecien la pureza virginal de los cerebros ajenos, ese búdico vacío que precede a la ilusión del samsara,  con frases tales como "ese es de una ignorancia enciclopédica" o "agarrá los libros que no muerden". Parece que hoy en día, la virginidad no tiene buena prensa tampoco en este sentido, pero, y dicho esto a pesar de que no soy la persona más apropiada para criticar esta manera de pensar habiendo desperdiciado gran parte de mi vida en una actividad tan poco provechosa como la lectura, siento que estoy en la obligación de poner algo de claridad en tal insondable pozo de oscurantismo. 
        Porque el conocimiento que uno puede adquirir en un libro, hijo mío, nunca es tuyo, no brotó de vos como la fruta de la planta después de un proceso de maduración, no es la conclusión de una serie de extravagantes experimentos. Es un dato prestado del que no podés dar pruebas, algo de plástico puesto sobre vos y que después repetirás como una máquina parlante poniendo cara de inteligente.  Por ejemplo, el primer emperador romano fue Augusto, sobrino de Julio César, que supo llamarse Octavio y fue proclamado emperador en el -54. Esto lo sé porque alguna vez lo leí en algún libro. Pero ¿puedo demostrar que es un enunciado verdadero? La luna tiene fases y, por virtud de esas fases, siempre vemos la misma cara de ella, ¿es falso pensar que la luna no sea una esfera sino un disco? 
            Y no digo esto para que me den explicaciones, es simplemente para sentar el hecho de que más de una vez creemos que el dato que figura en un libro es notable por el sólo hecho de estar anotado, y que si fue publicado es porque es de algún modo verdadero, y nuestro conocimiento del mundo se modifica con tanta celeridad que es imposible saber en qué momento es un conocimiento válido y para quién. 
            El conocimiento es el amontonamiento de palabras muertas que hacen referencia a realidades que eventualmente pueden haber dejado de existir o ser absolutamente falsas; poseer ese conocimiento no modifica en absoluto nuestra ignorancia. . Los conocimientos adquiridos a través de la lectura disfrazan tu ignorancia, pero no te modifican en absoluto. 
             El verdadero sabio empieza por desconocer el conocimiento, porque comprende que es una moneda falsa. El erudito, el profesor, los que poseen e imparten conocimiento,  rara vez se convierten en sabios, porque la ilusión de saber que les da la posesión de esos conocimientos conspira con su capacidad de búsqueda. Viven en una ilusión, no saben nada y piensan que lo saben todo.

            Una cosa es conocer y otra los conocimientos. Conocer es una facultad individual, que vive con cada uno, una capacidad de adquirir y modificar los hechos en el mundo. Conocer es un crecimiento continuo, permanentemente vivo. . Es una fuente inagotable. Sabés cómo pintar, cómo seducir, cómo hacer un guiso, cómo tocar un instrumento. Son parte tuya. 
            Y también podés conocer los nombres de los presidentes desde Urquiza a Cristina Kirchner y las capitales de Asia y los nombres de los satélites de Neptuno. Podés saberte de memoria los discursos de Perón, el manifiesto comunista, las encíclicas de Juan  Pablo II, el libro de Mormón, los manuscritos del mar muerto, el hombre mediocre... Toda esa letra está muerta si de alguna manera no operás alquímicamente sobre ella y la transformás en algo que dance creativamente con la realidad. 
             Pero hay una similitud en las palabras que hace que uno confunda la enunciación con la  cosa, o peor aún, una capacidad de desarrollo con la estéril acumulación de datos, algo que fácilmente puede hacer una computadora. Yo creo que perdí mucho tiempo que debí utilizar en orgías, safaris,  excursiones, leyendo libros que no modificaron mi esencia  ni me van a alargar la vida siquiera un segundo. 
             Y eso de que no muerden es una metáfora muy poco feliz. 
              Más de una vez los mastines, esos perros llenos de dientes que atacan a los genitales, hacen menos daño a la sexualidad de sus víctimas que ciertas interpretaciones de algunos libros religiosos escritos hace dos mil años y que se aplican como si fueran un manual de higiene sexual redactado la semana pasada. Y no hablemos de los que se montaron en Nietzsche y en Maquiavelo para concretar sus deliciosas utopías políticas.
                A veces la mordedura es un desgarro, una castración. Otra es más parecida a la picadura de una serpiente, inoculan un veneno que puede llegar a transformarte en tu propio enemigo, como Alonso Quijano o Jorge Luis Borges, gentes y personajes capaces de patentar un universo con tal de no enfrentarse a la realidad concreta.

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